"Desde el Peñalabra"
San Salvador de Cantamuga, agosto de 1909
¿Qué hay, Vicinzu?
Me dicen que ahora andas por Venecia, con tu nieta, y mira que no me importaría nada acompañarte, y de paso ver un poco de mundo… Lástima que ciertos misterios que la física no ha sabido todavía desentrañar me impidan visitar esa exposición extraordinaria. Si pudiera ir a verte charlaríamos un rato, y te contaría cosas de por aquí, cómo era la vida entonces, en 1909, en este rincón perdido del Norte de España, seguramente tan distinto de tu Calabria. En ese año tú ya habías nacido, pero eras un niño; yo ya estaba casado, y tenía dos hijas, todavía unas niñas pequeñas. No son tantos los años que nos llevamos pero, mira, en eso he tenido yo más suerte: me he librado de ver cosas terribles. Eso me lo tendrías que contar tú a mí.
Sabes, los domingos de agosto subíamos, casi toda la familia, a merendar al puerto. Siempre íbamos a ese rincón, un claro del bosque, no muy lejos de la carretera: no había que andar demasiado con las cestas de la comida y con las niñas en brazos. En el puerto de Piedrasluengas las tardes de agosto son cortas: enseguida empieza a bajar la niebla por la falda del Peñalabra, y a veces es tan espesa que si has prolongado un poco el paseo, te puedes perder, aunque conozcas bien el terreno.
Yo, muchas veces, les dejaba merendando y me iba solo. Siempre me gustó andar, meterme entre las peñas, cruzar estos bosques de robles, hayas, acebos, serbales, subir, subir, subir más, el bosque se acababa, llegaba a los altos y me sentaba en una roca, a que me diera en la cara el aire frío y miraba, frente a mí, los Picos de Europa, y escuchaba el silencio. A veces el águila volaba no muy lejos.
En mi familia no entendían muy bien esta afición mía a perderme por los montes. A Agustina, mi mujer, siempre le daba miedo que me marchara y les dejara allí “solos”, decía, pero era yo el que necesitaba estar solo, sabes, Vicinzu, porque mi familia era muy numerosa: mi madre, los padres de Agustina, sus hermanos pequeños, los que todavía no habían marchado a buscar fortuna en Argentina…. Todos, todos vivíamos en la casa, todos dependían de mí. Yo, lo que más recuerdo de aquellos años, era la angustia que tenía cuando uno de los ancianos, o las niñas, caían enfermos.
En invierno siempre había alguien enfermo, a veces varias personas a la vez, y yo siempre les cuidaba, pero me desesperaba cuando tardaban en curar. Siempre teníamos miedo de la tuberculosis. Y cuando el que enfermaba era yo, me espantaba la idea de dejarles solos, porque Agustina era muy joven, y las niñas, y los que fueron naciendo después, eran tan pequeñitos…Y luego era el frío, aquellas nevadas terribles, que nos aislaban del mundo. Era muy grande el peso de aquella familia.
Yo mismo no sé porqué motivo nunca dejamos aquella tierra tan dura, podríamos haberlo hecho, podríamos haber vendido todo y vivir en Madrid, o en Santander, y las niñas no hubieran tenido que estar internas con las monjas. A mí me gustaba la ciudad, o al menos me gustaba de vez en cuando: me escapaba unos días –había que cuidar los negocios, acompañar a las niñas al colegio o ir a buscarlas, necesitaba comprar herramientas o maquinaria- Pasaba unos día en Santander, iba al teatro, al café, hacía visitas, incluso una vez me compré un automóvil, aunque nunca me sirvió de mucho, con las carreteras de entonces siempre tenía que acabar echando mano de los caballos…
Yo quería ser de mi tiempo, era curioso, me gustaba leer, ver cosas nuevas… ¡Cuánto hubiera querido viajar!. Además, en la ciudad parecía que podías liberarte un poco de tantas tradiciones y costumbres rancias como había entonces en los pueblos pequeños, mira que a veces había que aguantar tonterías. Pero la verdad es que la vida urbana me cansaba rápidamente, pronto empezaba a preocuparme por cómo estarían en casa, sobre todo si no llegaba carta.
Como ves, yo era, como se dice por aquí, un “culo de mal asiento”: mal en el pueblo, mal en la ciudad; lo quería todo y nada me satisfacía. A mí la serenidad, Vicinzu, no me llegó nunca. Siempre estaba preocupado. Al final, los momentos más felices los vivía andando por el monte, cruzándome con el corzo, a veces viendo de lejos al oso. Por eso nunca pude salir de allí, nunca pude alejarme de mi tierra. Pero yo creo que eso puedes comprenderlo mirando la foto.
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